
La crisis de la deuda estadounidense y la tentación de romper los tabúes fiscales: la expropiación de facto de los acreedores – Imagen: Xpert.Digital
El 'Acuerdo de Mar-a-Lago': expropiación parcial de facto de los acreedores extranjeros
Si la superpotencia estadounidense quiere expropiar a sus acreedores
Estados Unidos se enfrenta a uno de los mayores desafíos fiscales de su historia. A finales de septiembre de 2024, la deuda nacional alcanzó aproximadamente 35,5 billones de dólares, y para octubre de 2025, ya había ascendido a casi 38 billones. Esto representa ahora aproximadamente el 123 % de la producción económica estadounidense, un nivel que supera incluso la carga de la deuda al final de la Segunda Guerra Mundial. Este drástico desarrollo se está produciendo a un ritmo que alarma incluso a los expertos financieros más experimentados. En tan solo unos meses, el nivel de deuda ha aumentado en más de un billón de dólares, una suma que parecía inimaginable hace apenas unas décadas.
Lo que hace que estas cifras sean aún más preocupantes es la velocidad a la que se deteriora la dinámica. Entre 2021 y la actualidad, los pagos anuales de intereses de Estados Unidos se han más que duplicado, pasando de aproximadamente 533 000 millones de dólares a más de 1,16 billones de dólares. En concreto, esto significa que el gobierno estadounidense gasta aproximadamente 3 000 millones de dólares al día solo en el servicio de la deuda. Por primera vez en la historia del país, estos pagos de intereses incluso superan el gasto total en defensa, la categoría de gasto tradicionalmente considerada sacrosanta y que sustenta la pretensión de supremacía global de las fuerzas armadas.
La Oficina de Presupuesto del Congreso predice una evolución aún más drástica para los próximos años. Para 2035, se espera que la deuda pública nacional aumente del nivel actual de aproximadamente 30 billones de dólares a 52 billones, lo que correspondería a una relación deuda/PIB del 118 % de la producción económica. Según estas estimaciones, los gastos por intereses ascenderán del 2,4 % actual del producto interior bruto al 3,9 % en 2034, superando significativamente los máximos históricos de finales de los años ochenta y principios de los noventa. Sin embargo, estas proyecciones se basan en el supuesto de que los tipos de interés se mantendrán moderados a largo plazo y de que la Reserva Federal alcanzará sistemáticamente su objetivo de inflación del 2 %. Ambos supuestos son muy inciertos, dados los déficits estructurales y la reticencia política a implementar medidas de consolidación fiscal.
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El plan pérfido y su inventor
En este escenario amenazante, un asesor económico se ha consolidado, cuyas ideas han captado la atención del mundo financiero internacional. Stephen Miran, economista de 41 años con trayectoria académica en la Universidad de Boston y Harvard, donde se doctoró con el reconocido economista Martin Feldstein, publicó en noviembre de 2024 un artículo que sienta las bases del conocido como Acuerdo de Mar-a-Lago. Miran, quien se desempeñó como asesor en el Departamento del Tesoro durante el primer mandato de Trump y posteriormente trabajó en la firma de inversión Hudson Bay Capital Management, fue nombrado por Trump presidente del Consejo de Asesores Económicos y también forma parte de la Junta de Gobernadores de la Reserva Federal desde agosto de 2025.
El concepto ideado por Miran lleva el sonoro nombre de la residencia de Trump en Florida, y su retórica se basa en precedentes históricos como el Acuerdo del Plaza de 1985 y el Acuerdo de Bretton Woods de 1944. Pero mientras que esos acuerdos en realidad representaban intentos de coordinación multilateral para estabilizar el sistema monetario internacional, el Acuerdo de Mar-a-Lago es algo fundamentalmente diferente: un plan para aliviar la carga del presupuesto estadounidense mediante la expropiación parcial de facto de los acreedores extranjeros.
La idea central es sorprendentemente simple y, a la vez, inquietante. Se pretende persuadir mediante presión política y económica a los gobiernos extranjeros que actualmente poseen cantidades significativas de bonos del gobierno estadounidense para que intercambien sus bonos a corto y mediano plazo por los llamados Bonos a Siglo. Estos bonos a cien años tendrían tasas de interés significativamente más bajas que los valores actuales, lo que reduciría sustancialmente la carga anual de intereses de Estados Unidos. La oferta a los acreedores es un chantaje apenas disimulado: quienes intercambien voluntariamente sus bonos recibirán aranceles más bajos o mejor acceso al mercado interno estadounidense. Quienes se nieguen se enfrentarán a sanciones comerciales y a la posible exclusión del mercado más lucrativo del mundo.
La ilusión de la voluntariedad
Lo que Miran y sus seguidores presentan como un acuerdo de libre mercado no sería, en realidad, más que un impago encubierto. El economista de Harvard Kenneth Rogoff, uno de los principales expertos mundiales en crisis de deuda soberana, lo resumió en una conversación para el podcast del Financial Times: «Esto es un impago. Si un país declara a sus acreedores que ya no cumplirá con los términos acordados y, en su lugar, dicta nuevas condiciones significativamente menos favorables, se trata, legal y económicamente, de una quita de deuda, independientemente de cómo se presente».
La investigación histórica sobre la reestructuración de la deuda soberana muestra claramente que el criterio decisivo para el impago no es la reducción nominal de la deuda, sino la reducción del valor actual desde la perspectiva de los acreedores. Por ejemplo, en el caso de los bonos del gobierno griego reestructurados en 2012, la quita osciló entre el 59 % y el 65 %, según el método de cálculo. En el caso de los bonos chipriotas en 2013, la quita promedió el 36 %. Si bien estas quitas se describieron formalmente como voluntarias, se ejerció una considerable presión política y regulatoria para incentivar la participación de los bancos e inversores institucionales afectados.
La propuesta de Miran para los bonos del gobierno estadounidense seguiría la misma lógica. Los bancos centrales extranjeros tendrían que canjear sus bonos existentes, que podrían vencer en pocos años y soportar tasas de interés de mercado del 3% al 4%, por bonos a cien años con tasas de interés muy inferiores al 2%. La pérdida de valor actual para los acreedores sería inmensa y se acumularía durante décadas. Suponiendo una tasa de descuento del 4% al 5%, como es habitual para los bonos del gobierno con sólidas calificaciones crediticias, la quita para muchos bonos afectados se situaría entre el 40% y el 60%.
La dimensión geopolítica de la trampa de la deuda
La vulnerabilidad de Estados Unidos debido a su dependencia de los acreedores extranjeros es considerable. Más del 30% de los valores del Tesoro estadounidense en circulación están en manos de inversores extranjeros, lo que representa aproximadamente nueve billones de dólares. A la cabeza se encuentran Japón, con tenencias de aproximadamente 1,15 billones de dólares, y China, con aproximadamente 730 000 millones de dólares. El Reino Unido, Luxemburgo, Bélgica, Suiza y las Islas Caimán poseen, en conjunto, sumas significativas adicionales. Curiosamente, muchos de estos centros financieros son menos inversores independientes que canales para los flujos de capital internacionales, ya que albergan importantes instituciones de depósito como Euroclear y Clearstream.
Japón se encuentra en una posición particularmente delicada. El país ha acumulado bonos del gobierno estadounidense durante décadas, en parte por razones de estabilidad monetaria y en parte como expresión de sus estrechos vínculos de seguridad con Washington. Estas tenencias son de enorme importancia para los inversores institucionales japoneses, en particular los fondos de pensiones y las compañías de seguros, ya que equilibran sus carteras y garantizan una rentabilidad predecible. Un intercambio forzado por bonos centenarios de bajo rendimiento causaría pérdidas significativas y podría desestabilizar todo el sistema financiero japonés. Además, dicha medida pondría a prueba la alianza entre ambos países, especialmente en un momento en que Japón es indispensable como contrapeso a China en la región.
China, por otro lado, ya ha comenzado a reducir sus tenencias de bonos del gobierno estadounidense en los últimos años. Las reservas chinas han caído a su nivel más bajo desde 2008, en parte debido a consideraciones de diversificación estratégica, pero también a la desconfianza en la política fiscal estadounidense. Pekín ha invertido fuertemente en oro y ha buscado establecer canales monetarios alternativos para reducir su dependencia del dólar. La amenaza de una reestructuración forzosa de la deuda solo aceleraría este proceso y podría alentar a otros países a reducir también sus reservas de dólares.
El dilema de Triffin en el siglo XXI
El problema que Miran pretende resolver no es nuevo en absoluto. En la década de 1960, el economista belga-estadounidense Robert Triffin describió el dilema fundamental de una moneda de reserva. Un país cuya moneda sirve como moneda de reserva global debe proporcionar al mundo suficiente liquidez para facilitar el comercio internacional. Esto requiere estructuralmente déficits comerciales, ya que el país debe importar más de lo que exporta para satisfacer la demanda de su moneda. Al mismo tiempo, estos déficits permanentes socavan la confianza en la moneda y la capacidad del país para pagar sus deudas a largo plazo.
Miran argumenta que Estados Unidos está atrapado precisamente en esta trampa. La demanda global de dólares y de activos refugio denominados en dólares, especialmente bonos del Tesoro, está provocando una sobrevaluación estructural del dólar. Esta sobrevaluación encarece las exportaciones estadounidenses y abarata las importaciones, lo que ha erosionado la base industrial del país. Al mismo tiempo, la condición de moneda de reserva permite a Estados Unidos endeudarse casi ilimitadamente en el extranjero debido a la inelasticidad de la demanda de bonos del Tesoro. Sin embargo, este privilegio exorbitante, tal como se formuló en su momento, tiene un precio: la industria estadounidense se ha debilitado, la dependencia del capital extranjero ha aumentado y la carga de la deuda amenaza con volverse insostenible.
La versión moderna del dilema de Triffin, sin embargo, es más compleja que su formulación original. En la década de 1960, la cuestión residía en el respaldo en oro del dólar y en si Estados Unidos poseía suficiente oro para canjear todos los dólares en circulación. Este problema se resolvió en 1971 con la abolición de la convertibilidad del oro. Hoy, la cuestión ya no es el oro, sino la confianza en la capacidad y la voluntad de Estados Unidos para pagar adecuadamente sus deudas. La reformulación de Miral sostiene que los costos de la condición de moneda de reserva recaen desproporcionadamente sobre la industria y los trabajadores estadounidenses, mientras que los beneficios se concentran en el sistema financiero.
Quienes critican esta perspectiva, incluyendo economistas como Michael Bordo y Robert McCauley, señalan que la situación actual tiene menos que ver con un dilema sistémico que con la irresponsabilidad fiscal estadounidense. Estados Unidos podría, sin duda, reducir sus déficits gemelos, el presupuestario y el de cuenta corriente, si estuviera dispuesto a recortar el gasto y aumentar los ingresos. El problema no reside en el papel del dólar como moneda de reserva en sí, sino en que Estados Unidos utiliza este papel para financiar un consumo excesivo en lugar de una inversión productiva.
Los paralelos históricos y sus límites
Los defensores del Acuerdo de Mar-a-Lago señalan dos precedentes históricos: el Acuerdo de Bretton Woods de 1944 y el Acuerdo del Plaza de 1985. Ambos acuerdos se citan como ejemplos de coordinación internacional exitosa para reorganizar el sistema monetario. Sin embargo, un análisis más detallado revela diferencias fundamentales que imposibilitan su aplicación simple a la situación actual.
El sistema de Bretton Woods estableció el dólar como moneda de reserva central, vinculado al oro a un tipo de cambio fijo de 35 dólares por onza. Todas las demás monedas estaban vinculadas al dólar a tipos de cambio fijos. Este sistema funcionó mientras Estados Unidos mantuvo una posición económica dominante y el mundo confió en la estabilidad del dólar. Se derrumbó en 1971 cuando las reservas de oro estadounidenses ya no eran suficientes para cubrir todos los dólares, y Nixon abolió la convertibilidad del oro. Bretton Woods fue, en definitiva, un ejemplo del fracaso de un sistema monetario fijo ante los desequilibrios estructurales.
El Acuerdo del Plaza de 1985 intentó debilitar el dólar sobrevaluado mediante intervenciones coordinadas de los países del G5. En dos años, el dólar se depreció un 40 % frente al yen y el marco alemán. A corto plazo, esta intervención logró su objetivo: el dólar se debilitó y el déficit comercial estadounidense comenzó a reducirse. Sin embargo, a largo plazo, las consecuencias fueron ambivalentes. En Japón, la rápida apreciación del yen contribuyó a la creación de la burbuja de los precios de los activos a finales de la década de 1980, cuyo estallido marcó el comienzo de las infames décadas perdidas. Los desequilibrios comerciales estadounidenses reaparecieron unos años después porque no se abordaron las causas estructurales (bajas tasas de ahorro y elevado gasto público).
Lo que distingue fundamentalmente el Acuerdo de Mar-a-Lago de ambos ejemplos históricos es su carácter unilateral y extorsivo. Bretton Woods y el Acuerdo del Plaza fueron acuerdos multilaterales que, a pesar de todas sus asimetrías de poder, se basaban, al menos formalmente, en el consentimiento mutuo. El Acuerdo de Mar-a-Lago, por otro lado, sería una imposición de Estados Unidos a sus acreedores, respaldada por la amenaza de sanciones económicas. Esto no solo desestabilizaría el sistema monetario internacional, sino que también socavaría profundamente la confianza en los mercados financieros estadounidenses.
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El chantaje de los acreedores y la moneda de reserva: ¿Por qué importa la confianza?
El papel de los aranceles en el juego de ajedrez geopolítico
Un componente central de la estrategia de Miral es el uso masivo de aranceles como medio de presión y fuente de ingresos. Trump ya ha utilizado ampliamente esta herramienta en su segundo mandato. El 2 de abril de 2025, al que llamó el Día de la Liberación, marcó el inicio de una nueva era de política comercial proteccionista. Ese día, entraron en vigor aranceles recíprocos integrales, que afectaron a prácticamente todos los socios comerciales de Estados Unidos. Se impusieron aranceles del 20 % a la Unión Europea, del 34 % a China y del 24 % a Japón. Se aplica un arancel base de al menos el 10 % a todos los demás países.
La lógica detrás de esta política arancelaria es multifacética. Por un lado, los aranceles buscan generar ingresos directos que contribuyan a financiar el presupuesto federal. Por otro, buscan incentivar a las empresas estadounidenses a reubicar su producción en EE. UU., lo que generaría empleos y fortalecería la base industrial. En tercer lugar, los aranceles sirven como moneda de cambio: los países dispuestos a reasignar sus reservas de tesorería o a satisfacer otras demandas estadounidenses pueden aspirar a aranceles más bajos.
Miran argumenta que los aranceles no necesariamente tienen un efecto inflacionario si el dólar se aprecia como respuesta. Una moneda más fuerte abarataría los bienes importados, compensando así el efecto de los aranceles sobre los precios. Sin embargo, esta teoría de compensación cambiaria es muy controvertida. La experiencia demuestra que las empresas generalmente trasladan los costos arancelarios a los consumidores, lo que aumenta los precios. Una apreciación simultánea del dólar abarataría las importaciones, pero también encarecería las exportaciones estadounidenses, debilitando aún más la competitividad. El resultado neto sería muy incierto y podría provocar tanto inflación como recesión.
La idea de que los aranceles elevados puedan desencadenar una reindustrialización integral de Estados Unidos también parece cuestionable. Si bien la inversión en construcción en el sector manufacturero casi se cuadriplicó entre 2020 y 2024 bajo la administración Biden, esto se debió principalmente a programas gubernamentales de subsidios masivos como la Ley de Reducción de la Inflación y la Ley de Chips y Ciencia. Trump ha suspendido o reducido muchos de estos programas y, en su lugar, se basa exclusivamente en aranceles. Es cuestionable si las empresas realmente volverán. Construir nuevas plantas de producción lleva años, requiere inversiones masivas y compite con ubicaciones consolidadas en Asia y Europa que cuentan con trabajadores cualificados, cadenas de suministro eficientes e infraestructura moderna.
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La erosión del dólar como moneda de reserva
Uno de los mayores peligros del Acuerdo de Mar-a-Lago reside en su posible impacto en la condición del dólar como moneda de reserva global. Esta condición es la base de la hegemonía financiera estadounidense y le permite obtener préstamos a bajos tipos de interés, aplicar sanciones de forma eficaz y ejercer influencia geopolítica. Sin embargo, esta condición no es en absoluto inherente ni inviolable. Se basa en la confianza de los inversores internacionales en la estabilidad, la liquidez y la seguridad jurídica de los mercados financieros estadounidenses.
Los datos ya muestran una disminución gradual del dominio del dólar. Su participación en las reservas mundiales de divisas ha disminuido de aproximadamente el 70 % en 2000 a cerca del 57 % en 2024. Esta disminución se ha acelerado desde el creciente uso del dólar como arma de política económica. Las sanciones contra Rusia tras la invasión de Ucrania, que llevaron a la congelación de aproximadamente 300 000 millones de dólares en reservas del banco central ruso, han demostrado a muchos países la vulnerabilidad que presentan al mantener sus reservas en dólares. En respuesta, los bancos centrales de todo el mundo están diversificando sus reservas, comprando oro a gran escala y experimentando con monedas alternativas para el comercio bilateral.
La amenaza de una quita forzosa de la deuda mediante el Acuerdo de Mar-a-Lago aceleraría drásticamente este proceso. Si Estados Unidos da señales de estar dispuesto a ignorar los derechos de sus acreedores y a ejercer presión política para imponer condiciones desfavorables, los inversores racionales reconsiderarán su asignación a activos estadounidenses. Las inversiones alternativas, en particular el oro, los bonos gubernamentales europeos y japoneses, y cada vez más también los activos en renminbi chino, se volverían más atractivas. La aparente ventaja de ahorrar en las tasas de interés a corto plazo se vería más que compensada por mayores costos de refinanciación a largo plazo, ya que Estados Unidos tendría que pagar primas de riesgo significativamente más altas sin su estatus de moneda de reserva.
Martin Wolf, el respetado economista jefe del Financial Times, ha descrito acertadamente esta dinámica. Argumenta que una política de endeudamiento excesivo, combinada con un chantaje descarado de los acreedores, perjudica la estabilidad de los mercados financieros globales. La confianza en el dólar, antes justificada, ahora es imprudente. Esta evaluación es compartida por un número creciente de observadores internacionales. Incluso los aliados tradicionales de EE. UU. están comenzando a cuestionar críticamente su dependencia del dólar.
La realidad económica detrás de las promesas políticas
La debilidad fundamental del Acuerdo de Mar-a-Lago reside en su intento de resolver un problema estructural con un truco ocasional. Los problemas de deuda de Estados Unidos no son resultado de tasas de interés excesivamente altas, sino de déficits presupuestarios crónicos. Incluso si el canje forzoso por Bonos del Siglo logra reducir los costos de los intereses a corto plazo, esto no cambiaría el hecho de que Estados Unidos gasta significativamente más de lo que ingresa año tras año.
El déficit presupuestario estructural de Estados Unidos ha rondado el 5-6% del producto económico durante años. Los principales impulsores son el aumento del gasto social, en particular en Medicare y la Seguridad Social, así como el incremento del pago de intereses. Los ingresos no cubren ni la mitad de los gastos en estas áreas. Sin reformas fundamentales, ya sea mediante recortes de prestaciones o subidas de impuestos, esta dinámica no cambiará. Sin embargo, Trump no tiene intención de tomar medidas tan impopulares. Al contrario, sus recortes de impuestos y sus promesas de gasto incrementarán aún más el déficit.
La Oficina de Presupuesto del Congreso proyecta que los déficits presupuestarios promediarán el 5,6 % del producto económico durante la próxima década. Esto corresponde a una nueva deuda acumulada de aproximadamente 22 billones de dólares. Incluso si la carga de intereses se redujera temporalmente mediante el Acuerdo de Mar-a-Lago, Estados Unidos se vería obligado a contraer nueva deuda continuamente. Sin embargo, esta nueva deuda tendría que emitirse en condiciones de mercado y, dada la enorme pérdida de confianza causada por el chantaje de los acreedores, las tasas de interés serían significativamente más altas que las actuales. Por lo tanto, el beneficio percibido del acuerdo se evaporaría rápidamente.
Además, el plan ignora los efectos dinámicos sobre la economía. Un aumento masivo de aranceles, como el implementado por Trump, encarece las importaciones y eleva los costos de producción para las empresas estadounidenses que dependen de insumos importados. Esto genera un aumento de los precios al consumidor, lo que reduce el poder adquisitivo y ralentiza el crecimiento, o pérdidas de beneficios para las empresas, lo que presiona la inversión y el empleo. Ambas medidas reducen los ingresos fiscales y empeoran la situación presupuestaria. Los esperados ingresos arancelarios podrían verse más que compensados por la disminución de los ingresos por impuestos sobre la renta y de sociedades.
El riesgo de un shock financiero global
Quizás el mayor peligro del Acuerdo de Mar-a-Lago resida en su potencial para desencadenar una crisis financiera global. El mercado de bonos del Tesoro estadounidense, con un volumen aproximado de 37 billones de dólares, es el mercado de bonos más grande y con mayor liquidez del mundo. Sirve como referencia para la valoración de innumerables valores y es parte integral del sistema financiero global. Una perturbación en este mercado tendría consecuencias de gran alcance mucho más allá de Estados Unidos.
Si el anuncio de una quita forzosa provoca una pérdida repentina de confianza, los inversores podrían intentar deshacerse de sus tenencias de bonos del Tesoro. Dicha liquidación provocaría un desplome en los precios de los bonos y un aumento en los rendimientos. El aumento de los rendimientos de los bonos del Tesoro, a su vez, incrementaría los costos de refinanciación para empresas y hogares, presionando a la baja los mercados de valores y desencadenando una recesión. En una economía global altamente interconectada, estas perturbaciones se propagarían rápidamente a otros países.
La experiencia histórica con las crisis de deuda soberana demuestra que el lapso entre el anuncio inicial de un problema y la pérdida total de confianza puede ser muy breve. La crisis de la deuda griega de 2010 se agravó en pocas semanas tras conocerse que la situación fiscal del país era significativamente peor de lo comunicado oficialmente. La crisis financiera rusa de 1998 sorprendió a muchos observadores por su gravedad y rapidez. Si bien Estados Unidos no es comparable con Grecia o Rusia, estos ejemplos demuestran que incluso las grandes economías no son inmunes a las crisis repentinas de confianza.
En tal escenario, la Reserva Federal se enfrentaría a un dilema insoluble. Por un lado, tendría que intervenir para estabilizar el mercado de bonos del Tesoro, lo que requeriría compras masivas de bonos. Por otro lado, esto expandiría considerablemente la oferta monetaria y generaría riesgos de inflación, especialmente en un momento en que la inflación ya se encuentra bajo presión alcista debido a la política arancelaria. La credibilidad del banco central, laboriosamente construida durante las últimas décadas, se vería socavada. La capacidad de la Fed para dirigir la economía mediante cambios en los tipos de interés se vería significativamente limitada.
La economía política del fracaso
Desde una perspectiva político-económica, el Acuerdo de Mar-a-Lago revela una falla fundamental del sistema político estadounidense. Estados Unidos se ha vuelto incapaz de tomar decisiones necesarias pero impopulares. En lugar de abordar el déficit presupuestario mediante recortes del gasto o aumentos de impuestos, busca supuestos atajos que resolverán el problema sin exigir sacrificios a los votantes. El intento de expropiar a los acreedores internacionales es un intento desesperado de externalizar los costos de su propia irresponsabilidad fiscal.
Esta estrategia no solo es moralmente cuestionable, sino también económicamente miope. La confianza es la base del funcionamiento de los mercados financieros. Una vez destruida, es muy difícil y lenta de reconstruir. Los beneficios a corto plazo de una quita forzosa de la deuda serían ampliamente superados por las desventajas a largo plazo. Estados Unidos pondría en peligro su posición privilegiada en el sistema financiero internacional si no resuelve los problemas estructurales que llevaron a la crisis de la deuda.
El propio Trump parece no comprender estos riesgos o ignorarlos deliberadamente. Sus reiteradas declaraciones de que los aranceles son una solución maravillosa y que pueden resolver todos los problemas demuestran ingenuidad económica o populismo. Su propia experiencia empresarial, en la que presionó repetidamente a los acreedores mediante quiebras y reestructuraciones de deuda, parece influir en su enfoque de las finanzas públicas. Sin embargo, lo que puede ser posible para empresas individuales del sector privado no funciona para la mayor economía del mundo, que constituye la base del sistema financiero global.
El fracaso es inevitable y las consecuencias serán devastadoras. Si Estados Unidos realmente opta por el chantaje a los acreedores, marcará el fin de su hegemonía financiera. El mundo se alejará del dólar, no porque existan mejores alternativas, sino porque el riesgo se ha vuelto demasiado grande. En un sistema monetario multipolar sin una moneda de reserva clara, la coordinación económica global se volverá más difícil, los costos de transacción aumentarán y la vulnerabilidad a las crisis financieras se incrementará. Estados Unidos emergerá como el mayor perdedor de esta situación, perdiendo sus exorbitantes privilegios y afrontando los mismos problemas estructurales que lo llevaron a esta situación.
La única solución viable sería una consolidación fiscal integral combinada con reformas estructurales para aumentar la productividad y la competitividad. Sin embargo, esto requeriría valentía política, visión a largo plazo y la disposición a decir verdades impopulares. En cambio, la administración actual se basa en ilusiones, chantaje y proteccionismo. La historia juzgará estas decisiones como una de las mayores catástrofes económicas autoinfligidas de la era moderna.
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